Lo ví parado frente a
mi puerta, con su mochila gris al hombro, igual que el día aquel, cuando me
había confesado todo. Me
alejé de la mirilla de la puerta, uno, dos, tres pasos. Tomé aire bien hondo,
me llené de fuerza y abrí la puerta. Juan conoció a Michel un tiempo antes que
todo pasara. Al ver su cara, una lluvia de recuerdos me abordó. Lo hice pasar,
y nos quedamos sentados en el living, en silencio, por mucho tiempo.
Enseguida recordé una situación muy extraña en
la que me había nombrado a Juan. Corría el año 2008, estábamos haciendo los preparativos para
vivir juntos. Michel estaba bien viviendo con Juan, pero ya no lo soportaba.
Había conseguido un trabajo nuevo y se sentía estancado, quería seguir
adelante.
Parecía que ya había pasado su depresión,
quería viajar, quería acercarse más a mi familia, por lo que viajamos a Junín.
Lo único que hacíamos era recorrer la ciudad, yo como su guía turística. Una
linda noche, después de cenar, se nos ocurre agarrar el auto e ir hacia la
laguna. La luna estaba hermosa, nos abrazaba, nos llenaba con su luz. Le
fascinaba la luna, y el sol también, sentía conexiones imposibles de describir
con las palabras, pero que se notaban perfectamente en su mirada contemplativa.
Estábamos frenados en el camino costero
mirando hacia la seca laguna.
El
lugar, vacío por completo, algo que me parecía raro ya que en esos días hizo
mucho calor, pero para Michel fue perfecto. Nos sentíamos con catorce años, nos
besábamos con muchísima pasión, pasión, que se pierde con el desgaste de una
relación tan larga. De repente vemos una luz extraña sobre el agua, y empezamos
a distinguir una forma. Michel salió del auto automáticamente y comenzó a
gritarle. Había reconocido algo en su cara. Comenzó a llorar y a alejarse. La
luna se había nublado de repente, además con los vidrios del auto empañados no
se podía distinguir nada, sólo lo veía alejándose. Cuando baje del auto no lo
encontraba. Un ruido me sobresaltó. Creí
que era Michel, pero no. La extraña forma ya había desaparecido, junto con
las nubes. Comencé a correr, a buscarlo. Y lo encontré muy lejos, en la punta
del espigón balanceándose del otro lado de la baranda. La desesperación que
sentí no tenía nombre, y justo antes que se tire llegué a tomarlo del brazo.-No
le cuentes nunca a Juan-, me dijo temblando.
Desde ese momento, nada fué como antes.
Volvimos a la capital, nuestras peleas se multiplicaron, finalmente no nos
mudamos, y de a poco fue borrándose de mi vida, y de la suya también. Un mes
después, se suicidó. No pude volver
Junín por mucho tiempo.
–Te traje esto- dijo Juan mostrando un sobre.
No me interesaba para nada saber que contenía. Insistió, era una carta que
había encontrado en un cajón de su casa, que me ayudaría a comprender la
confesión que luego de la muerte de Michel me había hecho. La leí.
Entonces
comprendí a Michel y me ví a mi misma, como si me hubiera desdoblado, con la
misma expresión en el rostro. Esa expresión que le había visto luego de
tomarlo del brazo en el espigón. En la carta contaba el otro lado de la
experiencia. Su alma se había perdido por completo. Se había visto a él en esa
forma.
En
la carta transcribía lo que había escuchado que la aparición le preguntaba “¿De
verdad querés seguir con esta mentira? ¿No ves que estás arruinando no sólo tu
vida sino la de todas las personas que te quieren? Ni se lo imaginan Michel, no
los tortures más.” Luego, confesaba que estaba preso. Preso de una adicción. Y
que por más que lo intentara no podía salir. Detallaba cada sensación, se
sentía viviendo entre dos mundos, y la mochila de la mentira cada vez le pesaba
más. La carta no era de despedida, era de liberación. La última frase fue
bisagra para mí. Escrita casi sin fuerzas con la peor letra, seguramente las
pastillas le estarían haciendo el efecto “Las prisiones de la contemporaneidad
sólo permiten huídas ilusorias”. Eso era lo que el fantasma le había
significado.
Y
por eso terminó en la muerte, para encontrar una verdadera escapatoria de las
realidades en las que estaba enredado. Juan vió que mi cara se había
transformado. Todas las preguntas que alguna vez se me habían cruzado por la
cabeza tenían ahora respuesta. No quise
preguntar nada más.
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